viernes, 26 de agosto de 2011

El primer balón


La radio sonaba de fondo mientras mi viejo laburaba en el patio trasero de casa. A mis siete años, ese enorme desierto de tierra era el más perfecto estadio de futbol. Imaginaba la gente alrededor, gritando mi nombre ante cada gambeta. Había colocado tambores, sillas y todo tipo de obstáculos a vencer para llevar esa pelota al fondo del arco.
Me parecía que había llegado el momento de ser mas profesional, y esas pelotas improvisadas, mezcla de trapo y papel de diario dentro de una bolsa de almacén, ya no compatilizaban con un astro del balónpie, como lo era yo. Tampoco me entusiasmaban las pelotas de goma, que en algún momento tuve y que fueron devoradas por las mandíbulas de los perros, cuando algún zurdazo inapropiado las desviaba hacia el patio vecino.
Mi viejo, siempre al lado de su radio, con el pucho en la boca y las manos llenas de grasa, puteaba mientras atormentaba a martillazos a un pobre Renault 12 que se resistía a arrancar. Me paré a su lado, y hablándole como si se tratara de un asunto de vida o muerte, le pedí una pelota de cuero como la que tenia mi primo que venia a jugar a casa todos los sábados. Me dijo que no, argumentando que siempre las tiraba donde el vecino rompiéndoles las plantas, o que terminaban perdidas por ahí. Reanudé el partido con mucha tristeza a pesar de que iba ganando dos a cero.
Me tropecé con una silla, pero el árbitro vio la infracción y cobró el penal. Coloque la pelota de trapo a doce pasos de distancia, me puse las manos en la cintura, miré atento los dos ladrillos que conformaban el arco, tomé carrera y le pegue con fuerza. La pelota fue a la izquierda, engañando al guardameta, que se tiró al costado opuesto. La tribuna era una fiesta de colores y papalitos. Ante esa demostración de calidad, era evidente que mi viejo iba a cambiar de opinión, pero como seguía puteando vaya a saber a quien, no reparaba en mis cualidades deportivas. Su negativa me enfureció y me puse a protestar con débiles argumentos. Debo haberlo molestado mucho, porque dejo caer el martillo al piso, se limpio un poco las manos en los pantalones sucios, tiro el pucho y me miró con una mezcla de fastidio y resignación. Sentate al lado de la radio - me dijo - si Argentina gana, mañana te compro una pelota. En ese momento comprendí que esa extraña voz que venia escuchando desde hacia rato, no estaba relatando mi partido, sino uno de la selección. Me senté, cruce las piernas (tan sucias como la camisa de mi viejo) y junté mis manos como rezando una plegaria. Los latidos del corazón se acentuaban con la emoción del relato. Yo me emocionaba al escuchar hablar de ese jugador a quien nadie podía parar, y cuando lo nombraban en la radio era como si gritaran mi nombre. Luego de un rato pegué un salto de alegría, y corrí de un lado a otro con un puño apretado y agitándolo en el aire. El partido había terminado con un triunfo del equipo nacional por dos a uno. Mi viejo dejo de laburar y destapó una cerveza con una sonrisa y haciéndole unos comentarios técnicos al vecino, que lo miraba de reojo.
Las horas se hicieron interminables hasta el otro día, cuando recibí lo prometido. Agarre el regalo como si estuviese recibiendo la copa al final del campeonato; como si yo hubiese tenido algo que ver con la proeza futbolística. La pelota era como la había soñado por varios días: de cuero, numero cinco con gajos rojos y blancos, y ese maravilloso olor a nuevo.
Semanas después, los perros se encargarían de ponerle fin a la vida útil de mi compañera de hazañas.
Pasaron los años y aun vive en mi mente la magia de ese balón, que llegó a mis manos, gracias a mi viejo, y a ese petiso de rulos que en aquel mundial le marcara dos golazos a los ingleses, el gran Diego Armando Maradona.